La oportunidad27-10-2023
Lo que os voy a contar es verídico y aún me resulta duro hacerlo. Me llamo Luis, tengo veinticuatro años y nací en Madrid.
Cuando tenía diecisiete años. Un 23 de febrero de 2006 mi padre, egoístamente, decidió suicidarse. Nos dejó; a mi hermano pequeño, que por aquel entonces tenía trece años, a mi madre y a mí, totalmente desamparados. Mi madre estuvo durante varios meses cabreada con mi padre por lo que hizo; mi hermano Tomás lo llevaba como podía y yo me encerré en mí mismo, lo único que cabía en mi ser; era ira, rabia y odio hacia mi padre.
Una noche de fiesta conocí a Ramón, era mayor que yo. Me acuerdo que se acercó a dónde yo estaba sentado, justo en la acera de enfrente de la discoteca.
—Creo que lo que necesitas es esto —me dijo ofreciéndome un porro.
Lo cogí sin mediar palabra y le di lo que sería mi primera calada y el inicio a un camino de terror y degradación. Desde aquel día quedábamos todos los fines de semana y terminaba la noche fumándome varios porros. Me di cuenta de que cuando lo hacía toda mi ira se esfumaba, todo era guay.
Pasó el tiempo y ya no me valía con fumar los fines de semana, así que empecé a diario, y como no tenía dinero para poder comprar la marihuana, empecé a robarle pequeñas cantidades de dinero a mi madre. Más tarde empezaría con los ahorros de mi hermano pequeño.
Los porros ya no me daban lo que necesitaba, así que decidí hablar con Ramón.
—Necesito algo más fuerte. Ya me entiendes — le dije después de fumarme el porro.
—Tú estás fatal. Tú necesitas otra clase de ayuda —. Se notaba que estaba cabreado consigo mismo porque se sentía culpable de haberme metido en aquella mierda.
—Solo una raya, te lo juro. Necesito evadirme de mis problemas, necesito olvidar —. Me acuerdo que casi fue una súplica, pero es que realmente lo necesitaba. Cada vez que veía a mi madre llegar tarde del trabajo, en lo único que podía pensar era en el capullo de mi padre. En aquel momento no me daba cuenta lo tremendamente egoísta que estaba siendo.
—Está bien, pero será la primera y última vez.
Nos fuimos al baño de la discoteca y ambos nos metimos en uno de los cubículos. Sobre la taza del váter colocó dos rayas de coca y me dio un canutillo para que las inhalara por cada una de las fosas nasales. ¡Fue la hostia! Era como tener un orgasmo. Aquella noche fue apoteósica. Lamentablemente aquella raya no sería la única, hubo muchas más y llegó un momento que los pequeños hurtos a mi madre y a mi hermano se convirtieron en algo más gordo.
La convivencia en mi casa se hizo insoportable. Mi madre no dejaba de llorar y decirme que tenía que ingresar en un centro de desintoxicación, pero por más que me lo decía más me negaba. Así que una noche los escribí una carta de despedida a cada uno y me marché. Les estaba destrozando la vida y no era justo.
Me fui al otro extremo de Madrid para que la gente de mi barrio no me reconociera, ya que a partir de ese día viviría en la calle.
Pasaron los días y mi mono iba en aumento; dolores terribles, temblores y convulsiones continuados.
—Toma amigo—me dijo un drogadicto que había estado observando mi lamentable estado, mientras me dejaba en la mano un papelito con un número.
—¿Para qué lo quiero? —le pregunté extrañado.
—Solucionará todos tus problemas —me contestó arrastrando las palabras.
Al principio titubeé, ya que pensaba que me había dado el número para ayudarme a salir de la mierda en la que me encontraba. Que errado estaba, era para conseguir dinero prostituyéndome. No tenía otra alternativa si quería deshacerme del maldito mono. Los primeros clientes estaban bien, pero en cuanto mi chulo vio que iba decayendo y mi aspecto cada vez era más decadente empezó a citarme con viejos alcohólicos que lo único que querían eran desahogarse porque sus mujeres les habían abandonado o simplemente pasaban de acostarse con ellos.
Pasaron los meses y el día que toqué fondo fue cuando me encontré encerrado en un asqueroso baño de una estación de tren. Yo me encontraba débil porque apenas comía. El tipo al verme, me dijo que le hiciera una felación, pero eran tal las arcadas que me producía aquel hombre gordo y sudoroso que me negué.
Me pegó un puñetazo y me dijo que ya había pagado a mi chulo. Así que se bajó la cremallera y metió su miembro en mi boca. No tenía fuerzas para resistirme, simplemente me dejé llevar. Mientras que el viejo se divertía a mi costa la única vía de escape que encontré fue pensar en mi madre y mi hermano y en lo mucho que les echaba de menos.
Cuando terminó conmigo y se marchó, metí la cabeza en el váter y vomité hasta quedarme vacío. No solo había tocado fondo, simplemente no me reconocía, me sentía un despojo humano. No me respetaba y en aquel instante algo en mí cambió. Salí a la calle y me puse a andar. Cuando quise darme cuenta, estaba frente a la puerta de lo que antes fue mi hogar.
—¡Ayúdame! —le grité llorando a mi madre en cuanto abrió la puerta.
Al verme se tiró a mis brazos.No me juzgó, ni tampoco hubo reproches. Simplemente me llevó al baño, se deshizo de la ropa que llevaba y me bañó con sumo cuidado y con todo el amor que una madre puede procesar hacia un hijo. Mientras lo hacía no podía dejar de llorar como un niño.
Al día siguiente me llevó a un centro de desintoxicación que le había recomendado el párroco del barrio y dejándome enfrente de la puerta me miró directamente a los ojos.
—Hijo mío —me dijo con los ojos vidriosos —.Viniste a casa porque sentiste que estabas preparado para enfrentarte al reto más grande de tu vida. Será duro y tendrás días en los que querrás tirar la toalla. Pero sé más fuerte que tu padre.
Las primeras semanas fueron horribles, pero poco a poco aquello fue disipándose. Después vendrían mejores meses; iba a las reuniones, hacía talleres de todo tipo… Cada vez me acercaba más a aquel adolescente de antes de la droga. Gracias a los nueve meses que pasé allí, os puedo decir que soy otra persona totalmente distinta. Ahora soy más fuerte, mucho más feliz. De hecho ayudo a otros jóvenes a salir del infierno por el que yo pasé. Y solo puedo decir ‹‹gracias mamá››.
