El vuelo16-10-2023
Publicado por: M. J. Adánez
Etiquetas: Relatos

La historia que os voy a contar es bastante aterradora y difícil de olvidar. Ha pasado algo más de veinte años de aquello y lo recuerdo como si fuera ayer, es más, el solo hecho de mencionarlo se me pone el vello de punta.
Corría el año noventa y uno, y volvía a España después de pasarme un mes en Irlanda. Se suponía que fui a estudiar inglés, pero tuve la mala suerte, o la buena, de encontrarme con dos españoles que desde el primer día que nos conocimos fueron mi perdición, ya que nos pasábamos el día bebiendo y visitando los pubs de todo Dublín, así que, de aprender inglés, nada de nada. Se llamaban Ana y Antonio, nunca olvidaré sus nombres.
Me encontraba en la puerta de salidas del aeropuerto internacional de Dublín. Llovía a cántaros y Katy, la señora octogenaria que fue mi única familia durante ese mes. Ataviada con un chubasquero amarillo, se despedía de mí con una expresión en la cara que mostraba un alivio descarado. Por fin se libraba de mí, ya que lo único que le había dado, durante mi estancia en su casa, fueron quebraderos de cabeza; llegadas tardías a dormir, borracheras... Me acuerdo lo mucho que se frustraba por no poder regañarme por falta de entendimiento entre nuestros idiomas.
―Bye ―me dijo, mientras sacaba mi maleta del maletero dejándola en la acera.
―Bye ―le contesté.
―Have a nice flight ―añadió, a sabiendas de que no entendía nada de lo que me acababa de decir.
―Ok ―la contesté, ‹‹esa palabra es muy recurrida en esas ocasiones››, pensé por aquel entonces.
Sin más dilaciones abrió la puerta de su coche, lo arrancó y se alejó con un acelerón.
Después de aquella despedida tan gélida, me dirigí hacia el mostrador correspondiente para hacer el check in. Mientras me encaminaba hacia allí iba leyendo las palabras en inglés que me había escrito mi amiga Ana y que tenía que decirle al auxiliar de turno para no hacer el ridículo, por lo que iba bastante distraída en el momento en el que me choqué con un hombre vestido con un chándal. Bueno intuí que lo era por su fisionomía ya que llevaba puesto el gorro de la sudadera y no se le veía la cara, pero lo que sí recuerdo era que iba acompañado de un niño vestido con una especie de capa negra cogido de su mano. Supuse que sería su hijo. Aquel niño tenía unos ojos que le brillaban más de lo normal, cómo si algo se hubiese reflejado en ellos y esa cara; inerte, sin ningún tipo de expresividad, parecía de cera. En aquel instante un escalofrío me recorrió toda la espalda, pero sacudí mi cabeza para quitarme aquella imagen y seguí mi camino pensando que todo era fruto del cansancio acumulado por tanta juerga.
Por fin estaba sentada en el asiento del avión y además contenta porque me había tocado al lado de la ventanilla, justo dónde podía ver el ala del avión, así que podría apoyar mi cabeza en ella he ir durmiendo todo el viaje, ya que el vuelo salía a las diez de la noche.
Estaba colocando la almohada y la manta, que solía haber en los aviones, cuando volví a sentir el mismo escalofrío de antes. Mi instinto me hizo mirar hacia el pasillo del avión, pero no vi nada inusual, sólo a los demás pasajeros colocando su equipaje de mano en los maleteros de arriba de los asientos y a un hombre que entraba en la zona de primera clase vestido con un chándal. En aquel momento, aparte de sentir una envidia sana porque se dirigía a aquella zona intocable para mí, pensé en el hombre con el que me tropecé anteriormente, sé que no era el mismo porque no iba acompañado de aquel niño siniestro. Así que esperé a que el avión despegara para poder desabrocharme el cinturón.
Por fin estábamos en el aire, pero seguía lloviendo, apoyé mi cabeza en la almohada para intentar dormirme y no pensar en ello. Me daba miedo volar y la lluvia no ayudaba.
Noté como iba cayendo en los brazos de Morfeo, pero justo cuando me iba a abrazar aquel dios de los sueños, noté varios golpes detrás de mi asiento. Al despertarme a causa del susto miré hacia atrás y vi a dos niños, uno de ellos de unos seis o siete años; el otro tendría un par de años más y justo a su lado, en el asiento que da al pasillo del avión, una señora de mediana edad y entrada en carnes, que roncaba como una morsa y tan profundamente dormida, que desde dónde yo estaba sentada podía ver un hilo de baba que le caía por la comisura del labio. ‹‹¡Me cago en la puta!›› pensé en aquel momento. Sabía que esos dos renacuajos me iban a dar el viaje. Así que, sin más dilación, miré a aquellos dos enanos con cara de pocos amigos.
—Vosotros dos —les dije amenazándoles con el dedo índice —. Como volváis a dar una patada a mi asiento os juro que os tiro del avión.
Recuerdo que ni se inmutaron, simplemente me miraron sin pestañear; y con una sonrisa demasiado grande para sus rostros, señalaron hacia la ventanilla del avión. Extrañada y acojonada a partes iguales, miré al exterior y justo al lado del motor había la sombra de una persona, que por su tamaño parecía un niño. No se veía muy bien a causa de la lluvia, así que tuve que parpadear varias veces, pero juro que la estaba viendo allí de pie, mirándome directamente. En aquel instante supe que aquellos ojos brillantes y casi hipnotizantes, los había visto antes, cuando tropecé con aquel hombre en el aeropuerto. ‹‹¿Seguiría dormida?››, pensé.
Corría el año noventa y uno, y volvía a España después de pasarme un mes en Irlanda. Se suponía que fui a estudiar inglés, pero tuve la mala suerte, o la buena, de encontrarme con dos españoles que desde el primer día que nos conocimos fueron mi perdición, ya que nos pasábamos el día bebiendo y visitando los pubs de todo Dublín, así que, de aprender inglés, nada de nada. Se llamaban Ana y Antonio, nunca olvidaré sus nombres.
Me encontraba en la puerta de salidas del aeropuerto internacional de Dublín. Llovía a cántaros y Katy, la señora octogenaria que fue mi única familia durante ese mes. Ataviada con un chubasquero amarillo, se despedía de mí con una expresión en la cara que mostraba un alivio descarado. Por fin se libraba de mí, ya que lo único que le había dado, durante mi estancia en su casa, fueron quebraderos de cabeza; llegadas tardías a dormir, borracheras... Me acuerdo lo mucho que se frustraba por no poder regañarme por falta de entendimiento entre nuestros idiomas.
―Bye ―me dijo, mientras sacaba mi maleta del maletero dejándola en la acera.
―Bye ―le contesté.
―Have a nice flight ―añadió, a sabiendas de que no entendía nada de lo que me acababa de decir.
―Ok ―la contesté, ‹‹esa palabra es muy recurrida en esas ocasiones››, pensé por aquel entonces.
Sin más dilaciones abrió la puerta de su coche, lo arrancó y se alejó con un acelerón.
Después de aquella despedida tan gélida, me dirigí hacia el mostrador correspondiente para hacer el check in. Mientras me encaminaba hacia allí iba leyendo las palabras en inglés que me había escrito mi amiga Ana y que tenía que decirle al auxiliar de turno para no hacer el ridículo, por lo que iba bastante distraída en el momento en el que me choqué con un hombre vestido con un chándal. Bueno intuí que lo era por su fisionomía ya que llevaba puesto el gorro de la sudadera y no se le veía la cara, pero lo que sí recuerdo era que iba acompañado de un niño vestido con una especie de capa negra cogido de su mano. Supuse que sería su hijo. Aquel niño tenía unos ojos que le brillaban más de lo normal, cómo si algo se hubiese reflejado en ellos y esa cara; inerte, sin ningún tipo de expresividad, parecía de cera. En aquel instante un escalofrío me recorrió toda la espalda, pero sacudí mi cabeza para quitarme aquella imagen y seguí mi camino pensando que todo era fruto del cansancio acumulado por tanta juerga.
Por fin estaba sentada en el asiento del avión y además contenta porque me había tocado al lado de la ventanilla, justo dónde podía ver el ala del avión, así que podría apoyar mi cabeza en ella he ir durmiendo todo el viaje, ya que el vuelo salía a las diez de la noche.
Estaba colocando la almohada y la manta, que solía haber en los aviones, cuando volví a sentir el mismo escalofrío de antes. Mi instinto me hizo mirar hacia el pasillo del avión, pero no vi nada inusual, sólo a los demás pasajeros colocando su equipaje de mano en los maleteros de arriba de los asientos y a un hombre que entraba en la zona de primera clase vestido con un chándal. En aquel momento, aparte de sentir una envidia sana porque se dirigía a aquella zona intocable para mí, pensé en el hombre con el que me tropecé anteriormente, sé que no era el mismo porque no iba acompañado de aquel niño siniestro. Así que esperé a que el avión despegara para poder desabrocharme el cinturón.
Por fin estábamos en el aire, pero seguía lloviendo, apoyé mi cabeza en la almohada para intentar dormirme y no pensar en ello. Me daba miedo volar y la lluvia no ayudaba.
Noté como iba cayendo en los brazos de Morfeo, pero justo cuando me iba a abrazar aquel dios de los sueños, noté varios golpes detrás de mi asiento. Al despertarme a causa del susto miré hacia atrás y vi a dos niños, uno de ellos de unos seis o siete años; el otro tendría un par de años más y justo a su lado, en el asiento que da al pasillo del avión, una señora de mediana edad y entrada en carnes, que roncaba como una morsa y tan profundamente dormida, que desde dónde yo estaba sentada podía ver un hilo de baba que le caía por la comisura del labio. ‹‹¡Me cago en la puta!›› pensé en aquel momento. Sabía que esos dos renacuajos me iban a dar el viaje. Así que, sin más dilación, miré a aquellos dos enanos con cara de pocos amigos.
—Vosotros dos —les dije amenazándoles con el dedo índice —. Como volváis a dar una patada a mi asiento os juro que os tiro del avión.
Recuerdo que ni se inmutaron, simplemente me miraron sin pestañear; y con una sonrisa demasiado grande para sus rostros, señalaron hacia la ventanilla del avión. Extrañada y acojonada a partes iguales, miré al exterior y justo al lado del motor había la sombra de una persona, que por su tamaño parecía un niño. No se veía muy bien a causa de la lluvia, así que tuve que parpadear varias veces, pero juro que la estaba viendo allí de pie, mirándome directamente. En aquel instante supe que aquellos ojos brillantes y casi hipnotizantes, los había visto antes, cuando tropecé con aquel hombre en el aeropuerto. ‹‹¿Seguiría dormida?››, pensé.
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